19 de junio de 2014

CAPÍTULO 81: 13+10=23. ENCUENTROS INESPERADOS.

Las coincidencias han sido algo que desde muy pequeño han formado parte constante de mi vida, me han ocurrido coincidencias muy a menudo, o al menos más a menudo de lo que me contaban mis amigos y conocidos. Para poneros un poco en situación, nos vamos a ir de vuelta a los años 90 y a la época en la terminaba la primaria en el colegio donde siempre he estudiado.

Como conté en alguna otra ocasión, hubo un año de colegio en el que nos cambiaron de clase mezclando a los alumnos que habíamos estado toda la vida juntos con alumnos repetidores y alumnos de otras clases. A Roberto le conocía desde que éramos muy pequeños, ya que íbamos al mismo jardín de infancia, pero nunca fuimos parte del mismo grupito y nunca fuimos grandes amigos. El típico compañero de clase al que ves fuera de las aulas y simplemente le diriges un seco hola. El caso es que aquel año nos tocó sentarnos juntos durante los tres trimestres y eso es algo que en el colegio unía, máxime cuando los profesores nos habían separado de nuestros amigos de toda la vida y ahora tocaba adaptarse a una nueva clase.

La conexión fue inmediata. Roberto era un chico normal, de estos que pasan desapercibidos, pero que saben hacer las gracietas exactas para caer bien a los malos de la clase y no enfadar a los más empollones o los que iban más de guay, que en 6º de primaria, eran ya unos cuantos. Sabía camuflarse bien en cada grupo, de tal forma que los empollones pensaban de él que era un graciosillo en ocasiones algo pesado, y los malos de la clase pensaban que sus gracias estaban bien. Otros interpretaban que se dejaba influenciar para llevarse bien con todo el mundo. La circunstancia es que por aquella época yo también pasaba más o menos desapercibido, sobre todo cuando al año que viene pasábamos a secundaria y, como dirían los jóvenes británicos, convenía estar under the radar para encajar lo mejor posible y que nadie tuviera la tentación de fijarse en ti y hacerte la vida imposible por lo que fuera. 
Así, en los dos cursos que fuimos compañeros de pupitre nos convertimos en los mejores amigos que el destino hubiera podido juntar. Roberto era un buenazo con fachada de duro, un amigo que siempre venía a buscarte para salir, que siempre se adaptaba a tus necesidades, que daba la cara por ti, que estaba ahí. Aunque a mis padres siempre les preocupó que no fuera muy bueno en los estudios y que eso pudiera arrastrarme. Padres.

Pasaban los meses y quedábamos en nuestras respectivas casas para hacer deberes, trabajos, quedábamos los viernes para irnos de cena con sus padres o los míos, quedábamos los sábados para jugar a la Súper Nintendo y por las tardes nos íbamos al parque con más amigos a hacer un poco el canelo. Además con el compartí  un momento trascendental en la vida de todo chaval de 12 años: cuando tus padres te permiten ir al cine un viernes, que estaba andando a casi 3 kilómetros, solo con tus amigos a la sesión de las 19h. Para nosotros era lo más y fardábamos de ello, ya que al resto no se lo permitían. Más tarde llegarían las discotecas light, pero eso, más adelante. Estábamos justo en ese momento de pérdida de la inocencia de un niño al cambio a un pequeño adolescente que comienza a hablar de sexo, a preguntarse si tu mejor amigo también tiene esos pelos rubios en la polla, a preguntar si tu mejor amigo se hace pajas, si se corre, si se ha besado con una chica, si ha visto esas pelis porno que guarda su padre en un armario escondido, a quedar para ver esas pelis porno cuando nuestros padres se iban a la compra y el momento en el que uno decide sacarse la polla y empezar a hacerse una paja enfrente del otro. Entonces vi que Roberto y yo teníamos cosas muy diferentes: el tenía ya casi a sus 13 años una pelambrera negra considerable en el pubis, huevos y sobacos; mientras yo me conformaba con pelos rubios en el pubis, pelusilla en los huevos y nada en las axilas. Su desarrollo era mayor, pero eso también lo veía en el tamaño y forma de su miembro, en su color y en que ya se corría. Y de qué manera. Creo que este fue el momento en el que me di cuenta que me sentía realmente atraído por los chicos. Cayeron unas cuantas pajas juntos, cada uno a la suya, con pelis o revistas que encontrábamos o que otros compañeros de clase pasaban.

Sin embargo, pasaron esos dos cursos y Roberto repitió curso. Y ya sabéis como es esto a estas edades: haces por mantener el contacto, pero te ves obligado a establecer nuevas amistades, nuevos grupos y al final te dejas de ver. Aquella relación de íntima amistad de 2 años, se rompió en apenas 3 meses. Y no porque nada pasara, sino por el cambio y la dejadez. Al curso siguiente Roberto se marchó a la educación pública y, a pesar de vivir a 500 metros uno del otro, no volví a verle en casi 10 años. 

Diez años después nos reencontramos en el Centro de Salud del barrio y el Roberto con el que me encontré era muy distinto al Roberto que había quedado en mi mente. Cómo en ocasiones quien era un patito feo en el colegio, con los años se había transformado en un cisne viril, con sonrisa de estas que quitan el hipo, cuerpo muy trabajado y un culo que encajaba en esos vaqueros digno de ser anuncio de revista de moda. Pero fue un encuentro frío, en el que parecía que ninguno quería dar mucha información de por qué se encontraba allí. Y tan frío fue el saludo como el adiós que nos separaría durante otro par de años. 

Y precisamente en aquellos días en los que me había marchado a mi añorada Vega Baja, después del encuentro con Rubén, a los pocos días otra coincidencia se cruzaría en mi camino. Estando tranquilamente tumbado en la playa del Rebollo, disfrutando del sol y de la brisa que ese día era menos intensa, me fijo en un chulazo que viene por la orilla paseando a su perro, conforme se va acercando noto que me suena de algo, que yo a ese chico le conozco. Me quito las gafas y veo que el también se fija en mí, se le pone una sonrisa en la cara y cambia su rumbo para dirigirse a donde yo estaba tumbado. ¡Bingo! Era Roberto. Me levanto para saludarle cordialmente y el tío ni corto ni perezoso me planta un abrazo. Y se pone tan contento de verme que me alegra y le invito a sentarse a mi lado con su mascota. Pasamos bastantes minutos poniéndonos al día e ignorando aquel frío encuentro de hacía un par de años en el Centro de Salud. 

En realidad, que estuviera allí tenía explicación. Me recordó que él solía veranear en un pueblo de Murcia llamado Lopagán, que no estará a más de 50 kilómetros de donde estaba yo y que como las playas eran mejores aquí, de vez en cuando se cogía el coche y se subía con el perro. Y tras recordar viejos tiempos y hablar sobre a qué nos dedicábamos y tal, llegó el momento en que me dejó paralizado:

- Bueno Marquitos, va siendo la hora de comer, así que me voy a dar un paseo por los pinos a ver si encuentro algo... Si, no me mires así, no creo que tu estés aquí por casualidad, ¿no? -dijo.
- Pero tu... Es decir, ¿a ti te van...? -traté de preguntar.
- Estoy comprometido con mi chica, pero sí, de vez en cuando me gusta follar con tíos. Con 18 tacos descubrí que mientras follaba con chicas me gustaba que me metieran dedos y tal, hasta que le echas un par de huevos y lo pruebas con un tío y encima te gusta. Pero solo para eso. Para polvos esporádicos. Y lo que pasa aquí entre los pinos se sabe en todo el levante, ja, ja, ja -añadió.
- Estoy flipando tío -le dije.
- ¿Te vienes? - propuso.

Recogimos las pocas cosas que llevábamos y al saltar las cuerdas que delimitan la playa de la pinada, Roberto, ni corto ni perezoso, se quitó el bañador quedándose como su madre le trajo al mundo. Aquello que colgaba de sus piernas era más grande y formado de lo que recordaba, pero también lo era lo mío. Así que le imité. Mi duda ahora era otra: ¿qué pasaba si lo intentaba con él? Roberto me ponía, tenía esas características que siempre busco en los chicos y pensar en follarle o en comérsela me seducía mucho:

- ¿Te acuerdas de cuando nos hacíamos pajas en tu casa? -le dije.
- ¡Y en la tuya! -contestó sonriendo y guiñando un ojo.
- Siempre tuve la tentación de agacharme y chupártela -comenté.
- Pues no te quedes con las ganas -dijo, apoyándose en un pino y ofreciéndome su rabo.

No lo dudé, solté la mochila mientras Roberto ataba al perro, que se quedaba tumbado, clavé las rodillas y con mirada pícara me introduje aquella polla flácida en la boca, lamiéndosela con tacto, comiéndole los huevos, dejando que mi dedo se acercara a su culo, que le apretaba bien, sobándole aquellos abdominales dibujados sobre su tripa que me la estaban poniendo muy dura. Pero algo iba mal. Por más que usaba la mejor de mis técnicas, su polla no pasaba de morcillona, no acababa de ponerse tan dura como debía. Y no es que tuviera un pollón increible que no se lo permitiera, la tenía bien. A los pocos segundos, me cogió la cara con las dos manos:

- Ay Marcos... lo haces de puta madre, pero es que te miro y no puedo parar de ver a aquel chaval con el que jugaba a la consola o me iba a cazar nidos de pájaros... -dijo con la mejor de sus sonrisas.

Me di por enterado y no quise forzar la situación, pero lo cierto es que me fastidió bastante. Roberto se dio cuenta y me dio un abrazo, diciéndome que me esperaba en media hora en el Costa 21, un bar que hay camino de la playa. Así que no quise buscar nada más y me fui al bar a esperarle con una pinta. A los 45 minutos apareció con una sonrisa que decía que había encontrado tema y se lo había pasado bien. Y, como si nada hubiera ocurrido, nos tomamos la cerveza hablando, de nuevo, de los viejos tiempos.

3 comentarios:

  1. Muy lindo tu post...!!! Creo que hoy me pasaría lo mismo con un chico al que deseé durante mucho tiempo mientras fui pre y adolescente. Y, aunque creo que si tuviera la oportunidad, hoy me pasaría lo mismo que a tu amigo Roberto. Hoy ya no lo deseo, lo siento amigo, sabe de mi orientación sexual pero no podría hacer algo más íntimo con él, que darle un abrazo, permanecer así y recordar tiempos no tan antiguos...
    Besos!

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  2. Creo que hubiera quedado muy de peli porno e irreal que os hubierais puesto a follar como dos descosidos.
    Sin embargo todo fluyo de una manera natural y bonita incluso en los primeros años, y hasta en el reencuentro.

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    1. Pues sí, pero lo cierto es que me quedó esa espinita clavada. Nunca lo volví a intentar con el, a pesar de que hoy en día nos seguimos encontrando más por allí que por aquí.

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