Hay
historias que no deberían ser contadas. No porque no se hayan producido, que
sí, sino porque no deberían haber existido jamás. Desde que era pequeño he
tenido una teoría que siempre he tratado de practicar lo máximo posible: no te
arrepientas de lo que hayas hecho. Si ya está hecho y, de momento, no podemos
volver atrás en el tiempo para modificar el pasado, ¿de qué sirve lamentarse o
arrepentirse por actos que ya no tienen remedio? Se puede uno disculpar, pedir
perdón, redimirse o expresar su intención de no volver a caer en la misma
torpeza para no hacer año, pero... ¿arrepentirse? ¡Si ya está hecho! A lo largo
de los años, según va uno madurando, aprende que esta teoría es muy bonita,
pero que requiere de ciertas modificaciones o anexos para cumplir fielmente con
ella. Hoy en día la sigo elevando a su máxima expresión, pero con matices. No
me arrepiento de lo que hago, pero se disculparme con sentimiento auténtico
para remediar algún perjuicio que haya podido causar. Eso, por supuesto, no
implica que no queden cicatrices difíciles de sanar con las personas que se
hayan sentido dolidas con tu actuación.
Aquel
verano, a apenas dos días de la llegada de Sergio y Dani, estuve dispuesto a
admitir lo que tanto tiempo me había estado negando. A darle una oportunidad, a
dejar atrás las malas experiencias y reconocer que quería a Sergio más que como
mi mejor amigo. Reconocer que, por primera vez en años, me empezaba a sentir
listo para empezar una relación. Dios, R-E-L-A-C-I-Ó-N, cómo de fuerte y serio
sonaba aquello. Por supuesto, no iba a ser una relación cerrada, ya a estas
alturas era para nosotros absurdo fingir que no iba a haber otros hombres que
compartieran en ocasiones cama con los dos. Porque nos hacía feliz, nos
satisfacía, nos daba morbo y mantenía la llama muy viva. Desde la última vez enla que dejé destrozado a Sergio después de su romántica declaración, pasando por cuando se echó novio y la cosa salió mal, la
situación no había vuelto a producirse. Me tocaba a mi dar el paso y esperar
ser aceptado. Esta vez me sentía listo para volver a intentarlo. Para hacer
todo lo posible porque saliera bien.
Cuando, por
fin, llegaron le conté mis planes a Dani, que no pudo más que alegrarse con una
sonrisa sincera dibujada en su cara, me ofreció consejos sobre cómo abordar la
situación y se ofreció, con guasa, como padrino de nuestra futura boda.
- ¡Eh! No
vayas tan rápido, tío, que me planto ahora mismo -le dije, medio en broma,
medio en serio.
Sergio me
decía que me notaba más nervioso de lo habitual, que no me relajaba cuando
estábamos juntos y no paraba de preguntar si me pasaba algo. En realidad,
simplemente buscaba el momento perfecto para tener esa conversación tan
trascendental.
Y justo el
día de antes a cuando tenía decidido hacerlo, él se cruzó en mi camino. Así
como una piedra que a veces el destino pone en nuestro camino. O como un
caramelo irresistible que te ves seducido a saborear hasta sus últimas
consecuencias.
Con el
objetivo de relajarme salí a correr aquella tarde por la playa, una vez el sol
estuvo ya bajo. Por las tardes en la costa de esta zona es normal que sople el
viento de levante y el cielo se llene de pequeñas nubes, mientras el sol se va
escondiendo por la sierra de Orihuela. Además, en la playa hay menos gente que
por la mañana y se corre muy bien. Al volver, tras 8 kilómetros, lo hice
andando deprisa, disfrutando del mar y su brisa, encontrando esa relajación que
siempre me ha producido. Cuando llegaba a la parte central de la playa, al
mogollón del pueblo, un balón de fútbol casi impacta contra mi.
Afortunadamente, recordando mis viejos tiempos de futbolero, reaccioné y paré
el balón con el pecho, pasándolo a mis pies, haciendo unas carambolas, mientras
un chaval se acercaba con cara temerosa a recogerlo.
- Eh chaval,
perdona, pero vaya paradón el tuyo, ¿eh? -me dijo.
Oh, Dios.
¿Por qué me haces esto? 1,85, delgado, fibrado, sin un pelo en el cuerpo,
moreno, ojos azules como el mar, no más de 18 años, sonrisa de la que te puedes
enamorar, actitud masculina, acento chulesco vallecano... ¿Por qué a mi?
El caso es
que comentamos un par de tonterías, en las que me quedé hipnotizado de sus
ojos, y acabó presentándome a sus colegas y jugando una pachanguita con ellos.
Gente maja, de barrio, con un nivel cultural justo, buen fondo y muchos sueños.
La mayoría estaban haciendo algún grado medio de formación profesional y el
seguir estudiando no entraba en sus planes. Por primera vez en mucho tiempo me
di cuenta de que los años pasan para todos, ya que aún estando todavía en la
veintena, me comparaba con ellos y veía que ya no tenía aquellos rasgos
aniñados que se dibujaban por la cara de todos aquellos chavales recién
llegados a la mayoría de edad. Hubo buen rollo, conexión inmediata, colegueo y
buen fútbol. Tanto que repetimos un par de días más, también a la que volvía de
correr.
El último
día que jugamos, cuando me iba, la voz de David, que así se llamaba el chaval
del que me había quedado prendado, sonó fuerte detrás mía:
- ¡Eh
Marcos! ¡Espera tío!
- ¿Qué pasa?
-le dije.
- Nada
tronco, que el otro día me fijé en que vivimos muy cerca y así me voy contigo
para arriba, no te importa, ¿no? -contestó.
Me pasó un
brazo por encima de los hombros, pegó su cabeza a la mía y dijo así con
chulería:
- Qué
cabroncete el Marcos, cómo le da al balón.
Le miré, a
escasos centímetros de distancia, con el sol de frente y su piel bronceada, a
esos ojos azules y esa sonrisa picarona y juro que me faltó poco para que se me
cayera la baba. Incluso me llevó un rato por la calle así cogidos del hombro
comentando algunas anécdotas del partidillo, mientras yo trataba de pensar que
aquellos roces eran normales entre chavales heteros que conectaban.
- Estás
fuerte, ¿eh? ¿Cuánto te machacas en el gimnasio? -preguntó.
Le respondí
mientras hacía la vista gorda a que me sobara los bíceps, los hombros y los
pectorales, así como quien no quiere la cosa.
- Es que
mira -dijo poniendo mi mano derecha en su bícep izquierdo -voy al gimnasio tres
días por semana y solo consigo esto -dijo.
No es que el
chaval tuviera un brazo enorme, pero vaya, que sacaba bastante músculo. El caso
es que me acabó pidiendo el móvil, dándome un abrazo más largo del habitual al
despedirse en mi portal y sonriéndome con esa cara con la que seguro conseguía
un montón de cosas, simplemente mostrando su sonrisa. Unas horas más tarde
empezó a escribirme Whatsapps para comentar tonterías hasta que me dijo que
estaba solo en casa y que se aburría "mazo", que si me apetecía
pasarme y veíamos una peli "o algo". Lo cierto es que esa noche había
quedado con Sergio y Dani, pero la tentación me pudo y cancelé el plan para
irme a casa de David. Cuando me dio la dirección, a cinco minutos de mi casa de
la playa, algo me sonó familiar. Esa sensación se acrecentó mucho más cuando
estuve frente a su portal y entré a él. Sabía que había estado allí antes, pero
no conseguía recordar cuándo o saber si solo se trataba de un deja vù, que se
fue acrecentando cuando vi el portal por dentro y subí en el ascensor.
La casa de
David no era la típica casa de playa en la que pasas el verano, tenía mucha más
pinta de hogar. El chaval me abrió la puerta vestido solo con unos bóxers
blancos apretados (vale, hacía calor, era pleno verano), luciendo su delgado
pero a la vez fibrado cuerpo, me plantó otro abrazo y me ofreció sentarme en el
sofá. Le seguí sin apartar mi mirada de su culo redondo y apretado embutido en
aquellos calzoncillos. Me ofreció un refresco y se tiró, literalmente, al sofá
por encima de mi. Se fijó en que había empezado a sudar como un cerdo (no
corría nada de aire en aquella casa a pesar de tener todas las ventanas
abiertas) y me ofreció quedarme en calzoncillos, total, sus viejos no iban a llegar
hasta el día siguiente. Así que no me corté y delante de él me desnudé
quedándome en aquellos slips negros y amarillos que me había puesto aquel día.
No me miró, ni observó.
Estaba entretenido poniendo el Call Of Duty en su
Play4. Di por hecho que iba a ser una noche de videojuegos y me encantó la
idea, ya que tengo un punto freaky con las videoconsolas. Cada vez que superaba
una misión o mataba a algún enemigo importante, me abrazaba y con disimulo me
sobaba la espalda o los brazos. Claro que, tras las primeras veces, empecé a
corresponderle de la misma manera y a sobarle con la misma inconsciencia con la
que aparentemente lo hacía él, que ni se inmutaba. El caso es que acabamos
pegados el uno al otro en el sofá y hubo más abrazos y magreos, aparentemente
inocentes, de los que jamás me había dado con ningún tío. Así nos pasamos algo
más de tres horas en las que aparte de jugar nos comimos unas pizzas que
habíamos encargado por teléfono, un par de refrescos más y tomado una bebida
energética de moda como postre. Cuando terminó la partida tenía la espalda tan
cargada de la posición del sofá y la tensión del juego que me tumbé boca arriba en
el sofá y David, ni corto ni perezoso, también se tumbó reposando su cabeza en
uno de mis muslos a escasos centímetros de mi paquete, que sin remediarlo se me
empezó a poner algo contento. Estábamos exhaustos y empezó a contarme algunas
de las paridas que hacía con sus amigos, los lugares por los que salía de
fiesta y que había empezado un curso de fisioterapia al acabar el último curso
de educación obligatoria y que quería dedicarse a eso. Y fue ahí cuando vi la
ocasión perfecta para salir de dudas:
- ¿Ah, sí?
Pues tengo un dolor de espalda terrible y tensión acumulada, a ver cómo me lo
trabajas -le dije.
- ¿Es un
reto? Venga, vente por aquí.
Me cogió de
la mano con total naturalidad y me llevó a su habitación. Di por hecho que nada
iba a pasar al ver los pósters de tías en tetas y subidas en espectaculares
motos, todo muy sugerente. Quitó ropa que estaba encima de la cama, retiró la
colcha y me dio instrucciones para que me tumbara boca abajo, apoyando mi
cabeza en las palmas de mis manos. Era una cama de 90 en la que una persona está cómoda, pero dos están apretadas. Fue a otra estancia de la casa a buscar unas
cremas y cuando volvió se sentó con las piernas arqueadas sobre mi trasero y
empezó el masaje tras un:
- ¿Estás
preparado?
Vi las
estrellas. Según él, tenía un par de contracturas que se esforzó por quitarme
aplicando distintas técnicas que iba comentando, de cuyo nombre no me acuerdo.
A pesar de que era muy morboso tener a aquel chaval masajéandome la espalda,
con aquellos dolores se me bajó toda la lívido y perdí cualquier remota
esperanza de que algo pudiera pasar, hasta que David volvió a hablar:
- Bueno,
esto ya está. Ahora toca la parte de relax para calmar toda la zona y aliviar
tensiones.
Utilizó un
par de cremas más y la cosa empezó a calentarse, aquello dejó de ser un masaje
sumamente profesional para pasar a ser zorreo puro y duro:
- Habría que
quitarse los gayumbos para no mancharse y tal, que estos productos salen mal,
pero si te da palo, no pasa nada -dijo.
- Quítamelos
-respondí, con seguridad.
Se hizo un
silencio que duró al menos 15 o 20 segundos. Seguidamente escuché cómo se
bajaba los calzoncillos, sentí cómo se subía de nuevo a la cama y noté cómo
trataba de bajarme los slips con cierto nerviosismo. Se lo puse fácil arqueando
el cuerpo y flexionando las rodillas. Los tiró al suelo y volvió a subirse
sobre mi culo, esta vez sin telas de por medio. Creo que me puso dura justo en
el momento en el que noté sus huevos sobre mi culo, calientes y blanditos. No
hice nada, le dejé a él seguir con su masaje suave por toda mi espalda, pasó a
sobarme el culo sin decir nada, las piernas, los pies, volvió a subir por las
piernas y cuando se sentó de nuevo en mi culo, noté que no era el único que
estaba excitado. David también la tenía dura y notaba como su rabo chocaba
intencionadamente con mi culo.
- ¿Solo das
el masaje por la espalda? -le dije, para caldear más la situación.
De nuevo, un
silencio de más de 20 segundos. Y otra vez pude escuchar cómo su corazón latía
con fuerza y, por primera vez, le vi nervioso:
- Sí, eh,
claro... espera. Date la vuelta -dijo, tartamudeando.
Giré la
cabeza para mirarle a los ojos, sonreí tibiamente y le dije:
- ¿Estás
seguro?
- Claro
-contestó, haciéndose a un lado de la cama para dejarme espacio.
Me di la
vuelta sin apartar mi mirada de la suya y vi cómo, por mucho que trató evitarlo,
sus ojos bajaron a contemplar mi polla dura y su lengua, involuntariamente, humedecía su labio superior.